Un día gris, de esos en los que los rayos del sol golpeaban mis ojos, apenas dejándome ver. Era verano, sentía el invierno. Mi rutina cotidiana otra vez, avanzando en el camino paralelo de siempre, como todas las mañanas, como todas las noches.
Una suerte, una desgracia, una alegría y una gran tristeza. La primera oportunidad para la primera impresión, y la segunda muestra para la segunda equivocación.
Las cartas las juega el destino, pero las mezcla el diablo.
Vos por allá, yo por allá, los dos ahí, ayer y ahora. Nada que perder, nada que ganar. Manos vacías, bolsillos llenos. Quieto como el mar y pequeña como la montaña.
Son los segundos clandestinos, esas historias que no se pueden contar, y estallan, por la vibración del sentido.
Es ese maldito colectivo que no tenía que romperse y aquel ebrio que no tenía que robar. Sólo te demorabas, corrí sin rumbo. Una tarjeta que te daba el celeste justo de mi puerta y un abrazo que me disparaba en el celeste justo del corazón.
Bajaste a terminar con lo que no tendría fin, no dormiste hasta contarlo. Seguí en el colectivo recordando a cada instante una por una de las sonrisas, cerré mis ojos para ahogar en mí lo que no podía divulgar.
No era el renglón justo ni la letra celeste para documentar tanta ilegalidad. Aprendimos mucho, y no sabemos nada. Puedo ser feliz, si me asesinas.
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